Once maneras de sentirse solo by Richard Yates

Once maneras de sentirse solo by Richard Yates

autor:Richard Yates
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Variada
publicado: 1962-08-09T23:00:00+00:00


Hombre de B.A.R.

AFORTUNADAMENTE en ese momento sonó el timbre, y con el alboroto de la retirada hacia el guardarropa ya no fue necesario mirar a la maestra. Su voz dominó el jolgorio:

—Por favor, antes de marcharos tirad el papel y las cintas del regalo a la papelera.

John Gerhardt se calzó las botas de agua, agarró el impermeable y salió a codazos del guardarropa y después del aula. «¡Eh, Howard! ¡Espera!», chilló, en medio del ruidoso pasillo. Finalmente, fuera ya del edificio, echaron los dos a correr pisando aposta los charcos del patio. La señorita Snell iba quedando atrás, más atrás a cada paso que daban; si corrían lo suficiente, podían librarse incluso de los gemelos Taylor y así ya no habría necesidad de pensar en todo ello. Forzando la marcha, con los impermeables chorreantes, corrieron con el regocijo propio de la huida.

Nadie había prestado nunca mucha atención a John Fallon hasta que apareció su nombre en el fichero de la policía y en la prensa. Estaba empleado en una importante compañía de seguros, donde se pasaba el día entre los archivadores con un rictus de enconada concentración, los puños de la camisa blanca doblados hacia atrás dejando al descubierto un reloj de oro muy apretado en una muñeca y en la otra, suelto, un brazalete militar, reliquia de tiempos mejores y más despreocupados. A sus veintinueve años, era un hombre grandote y fornido con el pelo castaño muy bien peinado y la cara blanca y gruesa. Tenía una mirada afable salvo cuando agrandaba los ojos de perplejidad o los achicaba amenazante, y su boca era fofa como la de un niño salvo cuando la tensaba para decir algo desagradable. Su ropa de calle preferida eran los trajes lisos de color azul eléctrico, con anchas hombreras y los botones muy bajos, y sus zapatos con tacones de remaches metálicos daban una cadencia dura y sonora a su caminar. Vivía en Sunnyside, Queens, y llevaba diez años casado con una chica muy delgada que se llamaba Rose, sufría de sinusitis, no podía tener hijos y ganaba más dinero que él escribiendo a máquina ochenta y siete palabras por minuto sin dejar de masticar chicle ni una sola vez.

Cinco noches a la semana —de domingo a jueves los Fallon se quedaban en casa jugando a las cartas o mirando la televisión, y algunas veces ella lo enviaba a comprar bocadillos y ensalada de patata para una cena ligera antes de acostarse. Los viernes, como terminaba la semana laboral y además daban combates por la tele, era la noche que él pasaba con los chicos en el Island Bar & Grill, a poca distancia de Queens Boulevard. Los que allí se reunían eran amigos de hábito más que de elección; la primera media hora se dedicaban simplemente a estar allí dándose aires, insultarse unos a otros y mofarse de los que iban llegando («¡Eh, mirad el adefesio que acaba de entrar!»). Pero después, terminados los combates televisados, entre bromas y copas solían ponerse todos



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